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Publicado 17 de octubre de 2023

El espíritu del Caribe

“Existe (en el Caribe) la fuerte influencia de las mitologías traídas por los esclavos, mezcladas a la mitología de los indios del continente y a la imaginación andaluza. (…)  Es el lado sobrenatural que tienen las cosas, una realidad que, como en los sueños, no está regida por leyes racionales.”

Gabriel García Márquez, en “No me siento únicamente colombiano”, Revista Unesco, 1991.

Por: María Emilia Henao, Comité editorial Asocajas

Diana Uribe nos recuerda en su podcast sobre el Festival de Gaitas de Ovejas que existe la costumbre de pedir permiso y honrar las tradiciones y el territorio cuando se va a hablar de gaitas y tambores. Resulta que, al contar sus historias, se invoca ese “lado sobrenatural” de la Costa Caribe, que es en realidad ese complejo entramado de coexistencia de diversos seres: la música, el viento, el agua, los espíritus de diferentes pueblos, los diálogos, la resistencia a la violencia y la danza.

Nuestra Costa Caribe es un territorio extenso que comprende al menos siete departamentos: Córdoba, Sucre, Bolívar, Atlántico, Magdalena, Cesar y la Guajira, por no mencionar el pedacito de Urabá antioqueño y Chocó que alcanzan a asomarse a estos cristalinos mares. Con este artículo, queremos invitarles a un viaje por estas tierras, que precisamente nos reúnen para celebrar el Congreso Nacional de las Cajas de Compensación Familiar en su 33º edición. Este es un viaje por los territorios y su historia, a través de las músicas tradicionales de esta región. Descubriremos cómo se refleja esa perfecta simbiosis de la que habla nuestro nobel entre “el hombre, el medio natural y la vida cotidiana”.

Los vientos

En la costa caribe de Colombia, los vientos y las aguas son inseparables. Orlando Fals Borda llamaba “comunidades anfibias” a los grupos que han poblado tradicionalmente la sabana, los Montes de María, los Valles de San Jorge y del Sinú y la Mojana. Estas comunidades, originalmente indígenas, son pescadoras, artesanas y musicales. Entre ellas, se gesta una gran variedad de vientos, su instrumento predilecto. Están, por ejemplo, la caña de millo, reina del carnaval de Barranquilla, y las gaitas largas, aquéllas que dialogan incansablemente: la hembra, más melodiosa y con 5 orificios, y la gaita macho, que lleva la base, con dos orificios. También, en la sagrada Sierra Nevada, se escuchará la gaita corta, llamada kuisis por los Koguis o chicotes por los Arhuacos.

“Fíjese que en la gaita están representados los dos reinos, vegetal y animal, de ahí mismo de donde la tocan”, me cuenta en una entrevista telefónica Jaime Vider Feria, periodista sucreño que fue director y cofundador del Festival de Gaitas de Ovejas. En efecto, el cuerpo de la gaita está hecho de la madera de la pithaya, un cactus “que a veces nace torcido y así mismo se construye la gaita”; la cabeza es una mezcla de cera de abeja y de cenizas y la boquilla está tradicionalmente hecha con pluma de pato. Estos, junto con otro instrumentos indígenas, se encontraron, tarde o temprano, con el retumbar de los tambores negros. 

Los tambores, latidos del corazón.

Como es sabido, el Caribe se convirtió en el campo azucarero de toda Europa desde el siglo XVI, además de ser el lugar de minería y haciendas agrícolas y de ganado, para lo cual tuvo que recibir embarcaciones enteras de esclavos desde diferentes puntos de África. La mentalidad colonizadora buscaba simplemente fuerza de trabajo masiva; sin embargo, la cultura es inherente al ser humano, y viaja con las poblaciones, estén esclavizadas o en busca de oportunidades. Así pues, los negros trajeron consigo sus ritmos esta costa de Colombia, y fueron adentrándose en el continente. Por un lado, los bloqueos de los piratas del Caribe obligaron a los colonos a crear nuevas rutas terrestres para el comercio, y por otro, hubo movimientos motivados por las mismas poblaciones negras para huir de la esclavitud, como es el caso de San Basilio de Palenque. 

La historia inscrita en el sonido de estos tambores nos habla también del cambio de territorio mediante la elaboración de sus instrumentos. Los negros llegaron a la costa a encontrarse con las propiedades de la madera de los bancos, el carito y la ceiba amarilla, entre otros. De estas maderas cortadas en luna llena para evitar las plagas y del cuero de chiva que hubiere parido al menos dos veces para mayor suavidad a la mano del tamborero, nacen el tambor alegre, el llamador y la tambora.

Así pues, las flautas y los tambores se encontraron de distintas maneras en diferentes lugares, y de ahí nació una diversidad increíble de músicas zambas. Unas son más indias (la gaita corrida), otras definitivamente más negras (el mapalé); algunas eran el espacio en un principio de las voces femeninas (el bullerengue) y otras acompañaban el ganado y las corralejas (el porro palitiao); también hubo salpicones de la cultura europea, en ciertos casos solo en los trajes (como en la cumbia) y en otros en la instrumentación y los ritmos, como en el porro.

Un nuevo elemento: el metal.

Maria Barilla, la mujer sinuana que alborotaba la naturaleza con su baile que se convirtió en leyenda, es la primera y mayor representante del Porro y de la música de bandas, a finales del siglo XIX y principios del XX. Estas músicas comienzan a incorporar los instrumentos que traen desde Europa, y así reemplazan en ciertas zonas los sonidos orgánicos de las gaitas y los tambores por los timbres agudos de los metales de las trompetas, los clarinetes, los trombones, los bombos, los redoblantes y los platillos. Según Luis Ramón Garcés Herazo, en su libro “Antología Musical del Caribe Americano”, estas músicas comenzaron a cobrar un tinte elitista que excluía a las poblaciones tradicionales y sus maneras de transmitir la música.

Si bien los sonidos metálicos abrieron en efecto una rama de la música tradicional menos accesible a la gente de a pie, también hubo otras que permanecieron artesanales y ocupaban un espacio central en la cotidianidad de los pueblos, es decir, seguían haciendo parte del día a día, acompañando la cocina y el pregón.

Artes y oficios como parte de la cotidianidad

Por allá en los años 30 nació una niña rebelde en Santa Ana, Bolívar, a quien no le gustaba sino lavar ropa, planchar, y andar por ahí cantando boleros y tangos. Lentamente le fue interesando más el fandango, predecesor del bullerengue: lo aprendió a cantar por su mamá. Conoció a un bullerenguero, cliente suyo, a quien le mostró cómo le salía eso del canto, y de ahí, la niña Etelvina Maldonado fue creciendo hasta llegar a los escenarios internacionales.

Así se aprendía la música, solo cogiéndole gusto: “Los maestros tradicionales no te van a enseñar con los numeritos estos para que aprendas a tocar o levantar el dedo. Los maestros tradicionales, ellos, tocaban la gaita, y si a ti te gusta, tomas la gaita y a tocar. Esa enseñanza va de espíritu y sentimiento”, dice el artesano Héctor Rafael Pérez en el documental La ruta de la gaita.

El que la música esté al alcance de cualquiera la convierte en una herramienta muy poderosa que ha demostrado ser fundamental para fortalecer lazos comunitarios, procesar traumas generados por la violencia, mantener vivas memorias, y resistir. Tomemos como caso ilustrativo el Carnaval de Barranquilla. Este carnaval, el segundo más grande de América, declarado en el 2003 Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco, es un escenario de gozo, memoria, reivindicaciones y muestras culturales de mestizaje que ha ido mutando y fortaleciéndose desde mediados del siglo XVII.

Carnaval de Barranquilla, historia bailada y cantada

 Nina Friedemann, antropóloga pionera en estudios afrocolombianos y una de las grandes estudiosas del Carnaval de Barranquilla, identifica uno de los orígenes de dicho carnaval en

1693, cuando las gentes arará y mina (de procedencia africana), celebraban las fiestas de tambor en su cabildos en Cartagena a los que llamaban ‘refugios de africanía’, al tiempo que los criollos celebraban las fiestas religiosas de Santos y Vírgenes. Estos refugios eran unas barracas-enfermerías para brindar ayuda a los esclavos que llegaban enfermos de estos viajes trasatlánticos: “el tambor fue el instrumento que subrayó la tristeza, y la alegría, el funeral y la fiesta”, escribe Friedmann. Más adelante, desde 1770, los criollos comienzan a permitir cierta libertad para estas celebraciones callejeras, que, según Adolfo Gonzáles Henríquez, en un artículo denominado “Danza, mestizaje y carnaval”, ayudan a crear cierta simpatía entre las élites de poder y el pueblo, como una simbólica válvula de escape de otras duras tensiones.

El siglo XIX fue crucial para el robustecimiento del carnaval. Ya había llegado en ese entonces a Barranquilla, cuando esta ciudad comenzó a gozar de mayor desarrollo económico. Mientras los criollos festejaban los carnavales y las fechas del Corpus Cristi en salones inspirados por las costumbres italianas, diferentes comunidades rurales que llegaban por el río Magdalena a Barranquilla, fueron uniendo sus expresiones culturales en un carnaval callejero. Por un lado, los negros aportaron una gran diversidad de culturas africanas, ritos, versos y representaciones; los indios, conocimiento del entorno y aporte de materiales físicos; y entre todos, música, danza, relatos, máscaras y atuendos. Llegaban disfrazados de distintos animales, de diablos e incluso de muerte, para, con sus tambores, bailar invocando la fuerza vital.

En esta festividad que dura, oficialmente, cuatro días (pero que se alarga cuanto deseen los sedientos de recocha), se ven todo tipo de bailes que invocan, cada año, hechos históricos, costumbres de antepasados y sátiras del presente. Entre ellos, están los Congos, danza que alude a las luchas tribales de los diferentes antepasados africanos; La Conquista, que es una escenificación de la lucha armada entre indios y militares; y las Farotas, que recuerda el evento en que los farotos, comunidad cercana a Mompox, disfrazados de mujeres para engañar a sus enemigos, deciden vengar los abusos contra las mujeres de su tribu.

Este escenario, hoy de talla mundial, ha permitido mantener siempre vivas las memorias culturales del mestizaje que llegó a Barranquilla. Sin embargo, y a pesar de la diversidad de músicas y bailes que aquí se encuentran, no abarca todos los sonidos de la costa, y algunos se vieron fuertemente amenazados.

Música viva: la invención de los festivales

A parte de las ya institucionalizadas, las músicas tradicionales no suelen tener nombres ni normas muy definidas. Son músicas vivas, que van cambiando conforme llegan migraciones, nuevos sonidos y materiales al territorio. Sin embargo, esta característica, con la globalización cada vez más feroz, tiende a hacer desaparecer la diversidad de sonidos, y eso asusta. Perder la diversidad no es una opción, queremos que los jóvenes sigan interesándose en las diversas tradiciones de sus territorios, entre otras, por toda la sabiduría y el conocimiento que en ellas se esconden.

En los años 80, estas músicas estaban amenazadas de extinción. Para ese entonces ya solo se conocían los Gaiteros de San Jacinto. Desde esa época, se reunía un grupo de sucreños, entre los cuales estaba el periodista Jaime Vider Feria, para pensar de qué manera podían conservar estas tradiciones, y en 1985, después de años de investigar quiénes y cómo seguían esta tradición, lanzan la primera versión del Festival de Ovejas. Invitan a los hermanos Lara de San Jacinto, a gente de Chalán, de Colozó, y a unos ‘pelaos’ de la región de Montes de María.

Conciben el festival como un concurso de música de gaita, y para esto tienen que crear una serie de categorías de las que nacen los nombre que usamos hoy en día de varios ritmos de gaitas. La fecha en la que se celebra hoy en día este festival es en honor a la costumbre que llevaba al menos un par de siglos repitiéndose los primeros días de octubre: gaiteros de los montes de María y sus alrededores se reunían en las cuatro esquinas de la plaza, y “era al que más tuviera velas para alumbrarse, y mujeres bailando”, dice Jaime.

Gracias, cultura, por mostrarnos nuestro lugar en el mundo

A las comunidades, que saben transformar las memorias y vivir con más fuerza cada día.

A la cultura, sin quien no entenderíamos la resiliencia, la identidad y la gozadera.

A las organizaciones comunitarias y a la pasión de las gentes que le dan sentido y permiten la existencia de los festivales, aún en los contextos y épocas más violentas de estas zonas.

A los ríos, pájaros y montañas, con quienes buscamos comunión a través de la música y nuestros instrumentos, por darnos raíces y alas.

A los territorios por permitirnos viajar y dialogar.

A las gaitas y tambores, por ayudarnos a invocar siglos de simbiosis y vidas.

Gracias.

 

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